El día que yo nací
- fran4933
- 30 jul 2024
- 24 Min. de lectura
Actualizado: 24 sept 2024
Mi madre me ha contado algunos detalles de mi nacimiento. Sé que fue un lunes, una tarde que llovía y hacía tormenta. Me ha confesado que sentía una angustia y una felicidad inmensas mezcladas en una sola emoción que no puede describir aún pero que no por eso dejaba de ser real. Yo en cambio nunca me había puesto a pensar en qué pude haber sentido yo ese gran día que vi el rostro de mi madre por primera vez. O en qué pude haber sentido en los días previos. Así que hoy que llovía con truenos, se metió en mi mente como por continuidad una lluvia de ideas que giraban en torno al día que yo nací, con algunos relámpagos relacionados con lo que sucedió anteriormente cuando apenas empezaba a reconocer mi existencia. Y aunque es claro que no tenía la facultad en ese momento de pensar con palabras, tenía probablemente la capacidad de sentir cómo se insinuaban mis primeras emociones, probablemente las más fuertes y puras que jamás he sentido hasta hoy. Y dado que el lenguaje en el uso cotidiano es solo un medio para intentar retratar de nuevo las emociones, no considero descabellado hacerlo hoy, unos cuantos años después.
La primera vez que sentí mi existencia fue por accidente. Se movió involuntariamente mi pie que golpeó levemente el útero de mi madre. Nada fuerte pero perceptible. No tenía yo realmente ese propósito, pues ese concepto no tenía cabida todavía en mi. Pero recibí de pronto un caudal de sangre, una corriente de agua viva que recorrió todas mis venas y arterias en menos de un segundo. Fue como si me hubiera caído un trueno que dejó una imprenta innegable en toda la configuración de mis nervios apenas en formación. Con ese tren de impulsos nerviosos de mi madre reaccionando a mi reflejo se esbozó el circuito eléctrico de mi corazón como una figura de Lichtenberg. Con ese flujo de sangre que le cayó como una cabeza de agua aprendió mi corazón a palpitar por primera vez, a tener una existencia significativa con un cierto ritmo y volumen específicos. Sin embargo, ese día fue tal la cantidad de sangre que me llegó que mi corazón tan pequeño no pudo manejarlo y claudicó. No estaba preparado. Efectivamente me tuve que haber desmayado. Yo me conozco y eso me suele suceder. Así que volví a caer dormido de golpe. Lo que hice en ese episodio fue más soñar mi existencia que realmente existir. Intuí mi existencia en ese contraste, en ese cambio tan marcado de ritmo cardíaco y hemodinamia de mi madre emocionada, en el que registré por primera vez la esencia de mi consciencia en su estado más primigenio, nítido y puro. Mi madre dice que se quedó esperando que pateara otra vez, pero yo no podía; yo no la pateé, yo solo tuve un calambre, un reflejo. Y ese evento azaroso mal interpretado sirvió al menos para ilusionarla, para engancharla conmigo.
Me dice ella que la hice esperar un poco, como si me estuviera haciendo yo el rogado o el interesante. Pero bueno finalmente mi corazón creció lo suficiente como para poder recibir de golpe esa transferencia tan grande de calor y electricidad proveniente directamente del corazón y los nervios de mi madre feliz por mis movimientos caóticos. Se fue fijando así una especie de “código hemodinámico” de todo lo que sería una existencia plena y significativa para mi de ahora en adelante. Y debo confesar que me volví un adicto a eso. Inicialmente me llegaba esa emoción como caída del cielo, no tenía yo idea qué significaba esa experiencia tan placentera que envolvía todo mi ser. Ahora sé que estaba recibiendo mis primeros abrazos, los abrazos de mi madre. Cuánta calidez sentía yo.
Y ahí fue cuando dejé de soñar mi existencia y me pareció que era algo más real. Que había ciertamente una emoción fuerte que se repetía recurrentemente sin que yo la pudiera olvidar. Los abrazos de mi madre por ende me estaban construyendo la memoria. Porque si añoraba el regreso de ese flujo de sangre es porque de alguna forma ya lo recordaba. El placer de mi madre emocionada por mi es entonces el primer recuerdo que tengo de mi existencia. Por supuesto no tenía el concepto de madre en mi cabeza, pero ese marcado bienestar es de lo que mi consciencia definitivamente se nutría para hacerse cada vez más tangible, para pasar de la ensoñación a la realidad. Esos primeros abrazos que inauguraron mi memoria mantienen aún una clara influencia en mi, pues todavía siento algo de la misma naturaleza cuando la veo por cualquier razón orgullosa y feliz de lo que me he convertido. Reflexionándolo así, adquiere más sentido esa sensación innegable que tengo de que le debo todos mis éxitos a mi madre; claro, porque de alguna forma es la nostalgia por repetir ese primer abrazo materno lo que me impulsa inconscientemente a crecer como persona.
Yo no sabía en ese momento que interactuaba con mi madre. Yo lo que aprendí en esa época fue a hacer amo y señor del universo. Porque con solo tirar mi pie, cielo y tierra se movían para devolverme a esa fuente de agua pura. Y cuando se agotaba, volvía yo a sentir frío y de seguro algo de soledad, que era más aburrimiento que soledad. Porque para ese momento creía yo ingenuamente que era el único en este planeta, por lo que la soledad no la conocía realmente. Pero, en fin, me acechaban esos dos pequeños problemas que a veces se prolongaban más de lo que yo hubiera querido, pero no era nada grave; con solo que pateara con más fuerza ya de nuevo la suerte me obsequiaba esa gracia divina por la que vivía mi ser. Se volvió ese el sentido de mi prístina existencia.
Todo era realmente color de rosa hasta que un día de golpe, sin que nadie me avisara, mi magia dejó de surtir efecto. Ay, creo yo que nunca he sido tan desdichado. El ambiente no se puso frío, se puso helado y negro y me dejó de gustar el juego. A como me conozco ahora sé que me tuve que haber paralizado por completo del susto. Y esa primitiva real desdicha de mi ser no era más que la primera contracción de mi madre entrando en labor de parto. Debo confesarle a mi madre que no miento cuando digo que nunca he tenido una taquicardia tan fuerte. Era horror puro. Conocí en ese momento lo numinoso, lo totalmente desconocido. Si hubiera sabido hablar, de seguro hubiera dicho petrificado: ¿Hay alguien ahí? No dudo que es en ese instante donde se debe implantar en toda psique humana la idea de lo extraterrestre, de esa presencia que nos acecha y que nos quiere sacar del confort que tenemos. Esa presencia que nos va a atacar.
Me río ahora del absurdo de que mi desdicha más grande en la vida no era más que mi madre que se estaba muriendo por las ganas de verme. De mirarme directamente a los ojos. Y yo sí le creo que estuviera enamorada de mi sin conocerme. Aún le brillan los ojos cuando recuerda ese momento.
Lo que más agradezco de ese día y de alguna forma me llena de orgullo, es que nunca probablemente he tenido tanta valentía en mi vida. En ese mar de emociones donde aún no se cristalizaba la razón, no me quedó de otra que tener coraje. En el momento donde he sido mas indefenso en toda mi existencia, tuve yo que dejarme llevar. No sé si alguna vez volví a experimentar tan francamente esa confianza absoluta en el proceso. Ahora siempre hay una duda que me atraviesa en cualquier empresa que tome.
Que agradable resaltar en este punto las vueltas que da la vida. El mayor miedo que he experimentado yo fueron los segundos antes de conocer a mi madre, la persona que más me ha amado. De niño de seguro le resentí eso; era tan fácil nada más haberme dicho que esto venía y me hubiera ahorrado así el primer trauma de la soledad absoluta, un trauma que uno nunca logra borrar del todo. Después entendí que no tenía forma de hacerlo. Porque nuestro idioma era solo el juego de la patada y la felicidad y este evento estaba fuera de las reglas de nuestro juego.
En algún punto dejé de patalear y resistirme y perdí toda la esperanza. De pronto ya solo sentía golpes, empujones y estaba lleno de sangre de arriba abajo. Era como si alguien quisiera crucificarme. Sentí por primera vez la traición y el abandono. Alguien me había entregado al completo caos. A mi madre, que también la estaba pasando terrible, le pasó incluso por la cabeza por un fugaz momento darse por vencida y desplomarse en el suelo. Pero no lo hizo; se mantuvo ahí velando por que yo no muriera en esa pasión de Cristo en que me habían metido.
Llegó el punto donde ya era mucho el dolor que yo sentía y me lancé al vacío creyendo que era el fin. Y pues sí, sentí un vacío en mi corazón. Ahora siendo médico puedo afirmar que efectivamente yo tenía razón, eso era. Me estaban cortando el cordón umbilical por donde me llegaba la sangre de mi madre y mi corazón se depletó súbitamente de volumen. Fue eso una especie de shock hemorrágico.
A pesar de esta sensación inminente de muerte, aún podía gritar por ayuda y así lo hice desesperadamente. Quería que alguien me devolviera esa sangre perdida de golpe. Yo no sospechaba que era mi madre la que andaba detrás de toda esta tortura. Todo se había vuelto un completo caos; ruido, sangre, gritos, llanto, no entendía yo nada. Era un terremoto todo a mi alrededor, pero rápidamente se detuvo y sentí yo un calor que me irradiaba, como si hubiera salido el sol después de una noche oscura de tormenta. No era algo nuevo para mi, esto ya lo conocía. Arrecostado por primera vez en el pecho de mi madre, con los latidos de su corazón que vibraron en todos mis huesos, terminé de confirmar que efectivamente era la misma energía que me llenaba de vitalidad cuando era yo amo y señor del universo, cuando no había caído aún del cielo. Mi escasa memoria era al menos lo suficientemente formada para reconocer que ese calor y ese singular palpitar eran parte ya de mi pasado. Eran todo mi pasado de hecho. Me aferré naturalmente con todas mis fuerzas a esa presencia conocida para seguir viviendo. Era realmente lo único que yo tenía y lo único que me quedaba.
Pero ahora tenía un matiz diferente. Ahora entre la calidez y la luz se dibujaba un cierto color, una cierta forma, un cierto contorno. Entre el ruido logré identificar una melodía que reconocía. Ese éxtasis que estaba acostumbrado a sentir, ahora me dibujaba una realidad. Ya no eran solo emociones, había ya una estética agregada. ¿Es un rostro lo que hay ahí? ¿Es un ángel? ¿Es el sol? Yo estaba muy encandilado y no podía ver bien realmente. A pesar de que se presentó conmigo en múltiples ocasiones yo por supuesto no podía entenderle, ni siquiera estaba seguro si me hablaba a mi. Al principio como que lo sospechaba, pero con los días fue tal la insistencia que se hizo obvio y me empezó a dar risa su perseverancia conmigo.
¿Qué era esto que me había rescatado del abismo y que ahora se comportaba tan amable conmigo? No sé, pero yo estaba completamente enamorado. Ese algo se volvió mi universo y de pronto sin yo esperarlo, volví a ser amo y señor del universo. La dulce presencia regresaba a mi con cualquier movimiento que yo hiciera. Lo primero que reconocí en ella era que hacía ciertos manierismos y gestos de forma repetitiva. ¿Esta aplaudiendo acaso? No me quedaba claro, pero el sonido que desprendían sus palmas sincronizado con sus bailes me daba una felicidad inigualable. Yo le reía a mi mamá (como bauticé esa presencia unos meses después) cualquiera de sus gracias. Sentía cómo mi cuerpo se movía hacia ella sin yo tener control sobre eso. Me di cuenta en un par de días que era con esa presencia con la que antes jugaba a lo de la patada y la felicidad. Ahora yo hacía cualquier gesto y ella efectivamente me devolvía la misma energía de felicidad auténtica que me daba en su vientre. Se sentía exactamente igual. Mi corazón podía latir de la misma forma que lo hacía cuando éramos un solo individuo, aún cuando ya estábamos completamente separados.
¿Qué es entonces lo que realmente me une con mi madre? No tengo pruebas, pero tampoco dudas de que cuando estaba en el útero de mi madre, jamás vi ni un solo eritrocito de ella. Nuestras sangres se mezclaron sí, pero yo no sospeché su presencia por el impacto meramente mecánico de su sangre o por la visualización directa de su ADN. La sospeché por la dinámica tan particular con la que movía mi sangre y descargaba mis nervios cuando la pateaba; tenían cierta fuerza y frecuencia específicas que provocaba un cambio total en mi fisiología que era muy notable. La reconocía por esa variación global de mis funciones corporales desencadenada por la contracción (o sería mejor decir la fuerza) de su corazón, volviéndolo ese auténtico código hemodinámico mediante el cual yo tuve por primera vez una existencia vívida. La fuerza de su corazón dio origen a mi mente, a mi espíritu, a mi alma; a esa parte incorpórea que todos reconocemos en nuestros adentros. Fue solo a través de ese contraste tan marcado que hizo respecto a mi estado vegetativo previo, que empecé a cobrar una especie de vivencia emocional pura.
Y fue ese latir de mi corazón que se evocó después de la misma forma cuando la pude ver, oler y tocar. Adquirió con el tiempo muchísimos matices que lo enriquecieron por supuesto, cuando nos dedicamos a jugar por años juntos, porque solo eso hacíamos. La simple melodía inicial del juego de la patada y la felicidad se volvió una total orquesta de nuestros corazones latiendo de forma sincronizada y armónica. Mi madre lo que dejó en mi fue un registro armónico, una forma de reconocer su presencia en mi aunque ya no estuviéramos materialmente unidos. Nuestro vínculo no puede romperse porque no es un hilo, es una resonancia de nuestros corazones cuando están juntos. Ella me provoca un cierto latir y viceversa. Y esa forma de latir permea todo mi cuerpo de una manera específica que logra que yo recuerde: “esto solo lo siento cuando mi madre está cerca”. En ese latir del corazón se guardaron mis emociones y como consecuencia, también mis recuerdos. Mi cerebro solo le dio posteriormente la forma que quisiera a esa emoción primaria. Le otorgó mediante luz, sonido y tacto un aspecto material, una fachada. Creó una Diosa de lo que inicialmente era solo una felicidad profunda; me dio un símbolo. Pero la esencia de mi madre está con toda certeza en mi corazón, que fue el primero en recibir el impacto o más bien, el abrazo de su hermosa presencia. Y por eso mi madre ha cambiado de fachada múltiples veces sin que mi corazón se confunda; siempre me irradia el mismo confort absoluto que no he encontrado nunca en ninguna otra persona.
A veces me he preguntado qué habría sido de mi si hubiera tomado el otro camino. Si en vez de luchar me hubiera rendido. Pero es una pregunta ilógica por supuesto, porque no tenía yo decisión en ese momento. No tenía juicio. Si me hubiera lanzado al vacío sin gritar, si de pronto hubiera quedado completamente inmóvil y mi corazón se hubiera detenido por completo, pensaría de primera entrada que no tendría yo forma de tener existencia en este mundo. Me hubiera muerto. Pero sé que mi madre se hubiera conmovido tanto que retornaría a mi recuerdo constantemente. ¿Y qué es lo que más podría recordar de mi? El impacto que sintió su corazón cuando yo tuve ese primer calambre accidental en mi pie que la tocó. Ese tren de latidos totalmente nuevo para ella en los que me registró por primera vez y sentó las bases para que se enamorara de mi. Mi madre lo que buscaría desesperada es volver a tener esa secuencia de latidos tan especifica que la invadía por todo su cuerpo de mi presencia. Y aquí viene para mi el debate filosófico, religioso y científico más trascendental de todos. ¿Es eso posible?
Porque si es posible, aunque sea por una milésima de segundo, entonces mi esencia, manifestada a través de ella, a través de lo que yo la hacía sentir, tendría acción aún en la materia, aunque mi cuerpo ya no exista. Esa forma de latir única con la que mi madre identificaba mi presencia no ha abandonado la tierra. Y si esa esencia tan específica de mi ser, esa resonancia tan única de lo que fui, dejó huella en el corazón de mi madre, entonces es difícil concebir que cuando ella la evoque, no tenga yo una especia de existencia, si esa es una esencia mucho más mía que suya. Mi madre estaría siendo parcialmente yo en ese momento y yo por ende recobraría mi existencia a través de mi registro en su corazón. Tendría una consciencia muy misteriosa donde me reconocería por lo que hago sentir a mi madre. Soñaría yo de nuevo mi existencia por esa pequeña fracción de segundo que mi madre pudo evocar mi “código”, como cuando moví accidentalmente mi pie la primera vez.
¿Y qué diferencia habría entonces con ese estado inicial en el que flotaba tranquilamente en su liquido amniótico? Ninguna. Para mi aquella experiencia de no nacer vendría a ser solo una especie de pesadilla, donde después de mucho patalear lograra despertarme nuevamente con ese flujo sanguíneo tan melódico con el que su corazón canta cuando aparezco en su horizonte mental y mi sensación en ese momento nada más sería una especia de: “qué alivio, ya regresé de nuevo a este cielo”. Y cuando el recuerdo de mi madre pierda fuerza entonces yo volvería a caer profundamente dormido hasta que pueda ella recordarme otra vez con todas sus fuerzas. De alguna forma es como si viviera soñando intermitentemente en su vientre para siempre, solo que ya no estoy ahí, sino en su corazón, que es el único órgano que tendría la capacidad de hacerme despertar del sueño profundo en el que caí cuando me cansé de patalear.
Y cada vez que ella escuche, vea o sienta algo que sin saberlo le trae mi recuerdo es porque la armonía de eso que está viviendo resuena con esa esencia que yo soy; me despertaría yo entonces a disfrutarlo e iría teniendo oleadas de nuevas emociones a través de esas experiencias de mi madre.
¿Podría mi madre resentirme este no nacer? Sin duda, porque aunque pueda intuir que efectivamente vivo con ella todo el tiempo, ella quería ver mis ojos iluminados con su rostro. Sin embargo, si ella me preguntara en este momento: ¿Darías tus ojos por tenerme siempre con vos? Es seguro que yo diría que si. Pero mi madre por supuesto no querría jamás que yo pasara esa tortura de que me saquen los ojos. La metáfora serviría solo para hacerle saber que dar la vida por ella implicaba de alguna forma vivir con ella todo el tiempo. Y si mi yo no nacido, por razones misteriosas hubiera tomado ese camino, entonces en el fondo lo que hice fue sacrificar mi vida por mantenerme en su cálida presencia siempre.
Hoy, con lo que he estudiado de la biología y la física, sé que podría haber una forma de apaciguarle ese resentimiento de no haber conocido mis ojos. Si mi recuerdo pervive y puede aún hacer vibrar a mi madre, ¿podría acaso ese cambio radical pero armónico en la oscilación de todos sus átomos que le permite a ella reconocerme, de alguna forma inmiscuirse en los tejidos de un hermano mío en formación? Porque si las oscilaciones ordenadas y sincronizadas basales del ADN de mi madre pueden efectivamente determinar la constitución y aspecto de su próximo hijo, ¿no podrían las mías determinarlas de alguna forma también? ¿Serían realmente incapaces de modificar la expresión de un solo gen, el plegamiento de una sola proteína de mi hermano, de manera que se incline la balanza morfogénica momentánea pero determinantemente, a guardar esa materia en gestación algo de mi esencia? De ser posible podría tener yo la suerte de que mi madre piense en mi cuando los ojos de mi hermano se están construyendo y pueda algo de su forma o de su color quedar impregnado de mi recuerdo. No creo que esto sea una aberración biológica porque eso es justo lo que hace la vida; mantener algo del pasado, del recuerdo, de la memora, en el presente y por eso todos los descendientes de cualquier especie viva guardan algo de sus padres, de esa oscilación ordenada de sus átomos que los hacía ser esos sujetos únicos e irrepetibles que son. Y si es así, cuando ella vea sus ojos estaría de alguna forma viendo los míos. Ella lo sabría de inmediato, porque su corazón latiría de acuerdo con mi código y yo despertaría de nuevo con esa felicidad de mi madre por mi existencia ya ahora presente y viva en su mundo y no solo en su corazón. Sentiría en mi existencia límbica la bendición de ser perdonado. Mi madre y yo estaríamos ya en paz.
Así que hoy a mis 30 años me pregunto ¿qué pasara cuando me toque otra vez entregarme al vacío, a la completa nada? Cuando mi corazón se esté depletando de volumen y entre de nuevo en esa especia de caída libre, en esa levedad del ser, ¿tendrá el ser humano la misma suerte de que solo hayan dos caminos como cuando nacía? Porque la ciencia ha inventado un tercero y es afirmar que llegaré a la completa nada, a la oscuridad eterna. Pero después de esta disertación en torno a mi nacimiento pienso que, así como mi madre podía mantener mi recuerdo y de alguna forma mi existencia, ya ahora entrado en años, no solo podría ella evocar mi recuerdo cuando yo me vaya. Si tuve la suerte de haber amado, de haber resonado y armonizado con muchas personas a través del juego, la broma y el baile como lo hice con mi madre, serían ya más mentes las que podrían pensar profundamente en mi cuando mi corazón se detenga. Y si logran hacer latir su corazón de la misma forma que como cuando estaban conmigo, si había en nosotros realmente una resonancia auténtica como la que construí con mi madre, entonces podría mi consciencia filtrarse por ahí y de alguna forma yo sentir que existo de nuevo. Yo debería poder reconocerme a través de sus cuerpos, porque ya la memoria de mi existencia está forjada y yo era mucho más mi flujo sanguíneo e impulsos nerviosos que mis músculos y huesos. Sé que este fenómeno de encontrarse en el cuerpo de otro es posible, porque algo semejante ocurre en la vida, como cuando mi madre piensa en mi y yo sin saberlo la llamo. Lo que sucedió es lo mismo; advertí mi esencia en el flujo sanguíneo de mi madre cuando me recordó y mi ser fue atraído involuntariamente a ese centro de existencia. La mente es así capaz de viajar a donde su código hemodinámico sea evocado.
¿Como sería esa existencia difuminada de mi ser donde me reconozco solo cuando los demás recuerdan las emociones más cálidas y profundas que yo les hacia sentir? Sería como tener esta experiencia que siempre he afanado en vida de poder percibir cuál es la energía que yo proyecto, qué sienten los demás cuando interactúan conmigo. De acuerdo con mi análisis, la única forma que podría cumplir mi sueño es viéndome a través de los ojos de aquellos que llegaron a amarme por esa vorágine de intensas emociones que tenían cuando compartían conmigo. Porque si el amor no es una intensa vorágine de emociones entonces no podría yo definirlo de otra forma. Mi verdadera esencia por ende, o al menos la única que yo seré capaz de ir descubriendo cuando ya no exista corporalmente, es más que todo ese amor que di a los demás. Porque aquel que me recuerda con odio podrá evocar mi existencia y yo verme desde afuera como un ser oscuro, pero eso solo sucedería un par de veces hasta que la persona olvide mi existencia y no alcanzaría mi nublada consciencia a reconocerme por completo. Y si me odia de por vida como para recordarme siempre, entonces en realidad me ama y eso sería lo que al final yo reconocería.
De esta forma, no tendría una percepción tan clara de mi existencia como un “yo”, sería una consciencia mucho más extendida, una nebulosa donde me veo desde afuera, donde percibo solo una sucesión de mis vínculos emocionales en su forma más pura que voy distinguiendo progresivamente. Me voy construyendo a través de las personas que amé tal como lo hice en vida, pero ahora con la carga afectiva agregada de ya haberlos conocido. Reconozco entonces de quién me viene cada bloque de consciencia impregnado por completo de su cariño hacia mi. Mi consciencia sería como un mar de amor en el cual cada ola que me lleva está formada por la energía de esas personas que me aman. Una banda sin fin donde cada canción es la esencia pura de mis amados cuya energía nunca había escuchado tan nítidamente. Un espacio totalmente abierto para la interacción libre de todas esas almas de las que yo me enamoré y en cuyo juego reconozco yo mi pasado y recupero así mi memoria; una memoria ya totalmente desprovista de los símbolos que mi cerebro hizo de ellos. Una memoria pura compuesta solo de las emociones significativas y placenteras que tuve en vida.
Que riesgoso entonces perderse entre los símbolos y banalidades de la vida y destruir sin darnos cuenta los lazos que nos eran significativos. Porque lo que perdemos es nuestra vida después de la muerte, al dejar de funcionar el único órgano que conocía el latir de nuestra esencia primitiva, esa que podríamos haber impreso en el corazón de los demás si hubiéramos estimado más el alcance del amor. Ningún otro corazón sería ya capaz de reproducirla y perdemos de golpe el único anclaje que manteníamos con la vida. Nos esfumamos para siempre del universo. Nos volvemos parte de esas estirpes condenadas a cien años de soledad.
El ser humano no es entonces el animal que sabe que se va a morir; es el animal que olvida que es capaz de vivir por siempre. No se da cuenta que tiene la libertad infinita de amar, que es lo que constriñe a los animales y por ende los diferencia de ellos; ellos solo podrán revivir a través de su tribu. Nosotros en cambio podemos extender nuestro amor a cualquier ser vivo, de forma que al morir podríamos experimentar hasta la esencia pura de esa flor que regamos todos los días. Lo que diferencia al ser humano de cualquier otra especia no es su miedo a la muerte; eso es ver la cara oscura de la luna. Es su capacidad para amar lo que se proponga. Por esto conoce tan bien la naturaleza; porque puede amarla y obtener su esencia pura. Y al morir, cuando sus hijos los revivan a través de sus rituales, ellos le implantarán en su corazón esa armonía tan multicolor de todo lo que amaron y sus descendientes podrán así reconocer con facilidad esas dinámicas y formas de lo natural. Es esto el conocimiento intuitivo; es implantado por el pasado. No se deduce de los fenómenos, sino que se conoce de primera entrada. Es esto lo que llaman Sofía, la sabiduría a través del amor. Si el hombre abre su corazón es capaz de bombear la sangre de todo el universo y su historia creativa esto es lo que confirma.
No creo por todos estos motivos en esta teoría de que los que murieron ya no están. Con ese discurso efectivamente los condenamos a morir por siempre. Los condenaríamos a nunca conocer el amor verdadero, la existencia eterna a través de aquellos a los que amaron. Esto es lo que propicia la vida humana, su función cósmica; que al morir no pueda vivir yo solo en el corazón de mi madre, sino a través de la cantidad ilimitada de personas que mi corazón me permitió. La consciencia logra así prolongarse indefinidamente al igual que la vida, de la cual es ella un reflejo.
¿Será esto la fe? ¿La capacidad de revivir a los muertos recordándolos en vida y esforzándonos por envolvernos en su pura esencia, justo como el día que yo nací me esforcé por reconocer en ese mar de sensaciones la esencia de mi madre? Porque cuando por fin sentí su corazón y su esencia pura me envolvió nuevamente, creo que los dos sentimos de golpe cómo volvíamos a la vida. Es un gran privilegio este de la memoria, de poder mantener vivos a los muertos. Y la única condición es creer que el amor es algo más real que la materia, aunque sea menos visible.
Sería entonces una bendición lograr que mis amados me recuerden tanto como para emocionar su corazón. Podrían poner esa música que tanto me conmovía, esa película con la que lloraba o abrir ese libro que me obsesionada. Y entre más me recuerden, más viva y placentera sería para mi esa existencia límbica. No podría comunicarla directamente con ellos, pero de alguna manera estoy dando sentido a su vida, aunque sea por una porción pequeña de su atareado día. Porque ¿qué es dar sentido sino ese orientar al cuerpo a un propósito de alta carga emocional? Si una parte de su cotidianidad a partir de mi muerte queda dedicada a reproducir los hábitos que compartíamos, mi muerte habrá otorgado una dosis de sentido a su vida que previamente no tenían.
Podrán contraargumentar que compartir en vida con nuestros seres queridos es más significativo, pero yo respondería lo siguiente. Es indudable que, aunque yo esté completamente presente y auténticamente feliz cuando comparto una tarde de café con mi madre, en el momento en que ella no esté, cada taza de café de ahora en adelante ya no sería para mi un acto cotidiano del que estoy muy agradecido por vivir. La siguiente taza de café después de enterrar a mi madre adquiriría sin duda para mi un tono sagrado. Cada sorbo motivaría mi cuerpo y mi mente entera a intentar traer a mi madre de vuelta a mi corazón. Compraría lo que le gustaba comer, pondría esa canción que tanto disfrutaba, buscaría una foto suya y de pronto sin saberlo lo que estoy haciendo es una ritual, una ceremonia en su honor.
E igual pasaría con mi padre. Cuando toco guitarra con él, es un momento profundamente hermoso de mi vida. Pero la siguiente vez que tome yo la guitarra de mi padre después de su muerte, el primer acorde de su canción favorita que suene tomaría de inmediato el mismo tono sacrosanto. Y eso se prolongaría por toda mi existencia terrenal.
Así que, sin darnos cuenta, la partida de nuestros seres queridos es lo único que no da el real sentido y la vivencia plena de lo sagrado. Entendemos qué es la religiosidad; esos rituales y altares que les dedicamos a nuestros antepasados cuando dejamos de verlos, en agradecimiento al amor tan grande que nos hicieron sentir y como gesto de gratitud por habernos enseñado a vivir. Cuando ellos mueren, nuestros rituales les permiten a ellos no morir del todo, mantener esa existencia difuminada a través de nuestros corazones y a cambio nosotros recibimos el don de lo sagrado; de esos actos emocionales tan profundos que le dan sentido a nuestra vida y que ningún estrato de la realidad material podrá siquiera acercársele. Lo que pierde nuestra interacción con ellos en corporeidad lo gana en profundidad. Después de que se marchan, nuestra mente bucea en las profundidades de su esencia como probablemente nunca en vida lo había hecho.
El propósito final de la muerte sería entonces la consumación final del acto amoroso; su desplegamiento completo y su expresión total. Amar realmente a nuestros seres queridos nos permite dejarlos ir, porque comprenderíamos que es nuestra responsabilidad su existencia futura. Ya nos dieron todo lo que pudieron, ya nos enseñaron todo lo que sabían. Nos queda a nosotros la tarea de vivir como ellos nos enseñaron. Se puede sentir como que no seremos capaces, pero si partieron es porque intuyen que ya lo somos, justo como presintió mi madre sin saber cómo, que yo estaba listo para salir al mundo el día que yo nací.
Por esto es que, si mi madre muriera hoy, la recordaría no para ponerme triste o resentirle su partida, sino para que recobre su consciencia a través de mi. Y no podría caber en mi una felicidad mas grande al saber que ese recuerdo y ese ritual que para mi es tan sencillo, para ella significa una experiencia trascendental que nunca hubiera podido experimentar en vida. Mi recuerdo le está dando un júbilo tan exorbitante y vasto que me sería imposible no sonreír. O tal vez lloraría, pero por haber tomado consciencia de qué tan profunda se vuelve la vida a través de la muerte. Qué emoción tan indescriptible es esa de llorar por ver lo significativa que es la vida si uno permite que todas sus dinámicas y juegos se expresen por completo en uno, incluyendo por supuesto la muerte. Debe de parecerse a esa emoción que mi madre sintió el día que yo nací, porque sería de alguna forma lo mismo que yo estoy haciendo: darle luz a través de mi sufrimiento. Si puedo entregarme a el y no lucharlo, podré percibir eventualmente esa luz de ella e iría así desapareciendo esa angustia de su ausencia al ver que no es real; que la esencia de mi madre aún actúa en mi y es capaz de confortarme y detener mi llanto, como cuando me pusieron en su pecho por primera vez. Que aún soy capaz de interactuar emocionalmente con ella aunque no digamos una sola palabra, así como nos entendíamos cuando estaba yo en su vientre y jugábamos a la patada y la felicidad. Y esa patada que era mi ritual uterino ahora sería nada más un poco más sofisticado pero el efecto sería el mismo. El recuerdo de mi madre regeneraría ese cordón umbilical que cortamos el día que yo nací y en ese ritual que le dedico volveríamos a ser ella y yo una sola persona.
En estos tiempos es difícil ver esto, porque el amor genuino en un tesoro a punto de perderse en las profundidades del abismo para siempre. El trabajo, el dinero y los lujos generan mucha discordia entre la gente y excesivas limitaciones para propiciar el florecimiento de esas conexiones reales que solo surgen a través del juego y el baile, como la que forjé con mi madre cuando crecía. Ese disfrute donde dos personas se van descubriendo mutuamente a través el juego, como lo hacen cualquier par de enamorados, forja las relaciones como nada en la vida. El decaimiento exponencial en el tiempo de esparcimiento que es sustituido por horas laborales impide la proliferación de estos vínculos que a la larga dan la experiencia de lo sagrado, lo religioso y dicho sea de paso, el sentido de nuestra vida en general cuando esos vínculos se rompen transitoriamente con la muerte y de pronto nos damos cuenta que vivimos para honrar sus pasos.
Que curioso percatarse como el juego, el baile y la muerte dan más sentido que el trabajo y la vida. El precio de haber invertido eso lo pagamos todos los días. Es una presión invisible como la atmosférica pero que rodea a todo el planeta y tiene efectos incalculables en él. Es esa presión del nihilismo, de no encontrar sentido a nada, de profesar que con la muerte se acaba todo. Ahí es donde el ser humano es arrastrado y revolcado por esta epidemia de melancolía de la que le es tan difícil salir. No encuentra por ningún lado el remedio para limpiar su corazón de esa bilis negra que contaminó toda su sangre. Esa bilis negra que lleva al ser humano a las peores atrocidades de su vida, porque lo incita a hacer cualquier cosa con tal de revivir el sentimiento de pasión; de retrotraer a la existencia esa prima emoción cuando su madre se exaltó inicialmente por él y sintió que se desmayaba. Eso que solo se siente sana y completamente a través de los rituales donde reencontramos a los nuestros; eso que uno debería sentir exclusivamente en el amor, ellos lo sienten en el odio absoluto. Un sentirse vivos como la primera vez, pero totalmente deformado y demacrado por su carencia de vínculos significativos. Gravitan espontáneamente hacia el mal atraídos por esa reminiscencia de su pasado uterino que nunca más pudieron rememorar cuando salieron al mundo. Inventan así la tortura.
Hasta aquí es todo lo que puedo contarles de ese lunes lluvioso, que paradójicamente me enseñó más de la muerte que de la vida. Que atroz maldición es creer que ese compañero de vida que enterramos existe solamente en sus átomos y que no guardó ningún registro en nuestro corazón. Es lo único capaz de condenar a la vida que solo sabe existir por siempre, al suicidio, ese acto tan propio del ser humano.
Que lección de amor más grande me dio mi madre el día que yo nací.
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