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La esencia religiosa

  • fran4933
  • 3 ago 2024
  • 19 Min. de lectura

Actualizado: 15 ago 2024

El físico Ilya Prigogine teorizó que el nacimiento del universo se basa en una inestabilidad y no en un Big Bang; esto es, que hay un vacío fluctuante eterno y que su transformación en patrones estructurados en espacio y/o tiempo (materia) se debe a una explosión de entropía. Pero la entropía para Prigogine no es sinónimo de desorden. Al contrario, para él la entropía tiene siempre dos elementos "dialécticos": uno creador de orden y otro de desorden, que se encuentran siempre ligados. Y a partir de esa nueva concepción describió que en la naturaleza existen sistemas que responden de forma no lineal al ambiente y que pueden, dependiendo de las condiciones iniciales, estructurarse ordenadamente de forma espontánea (por ejemplo las células de Bènard). Una explosion de entropia del universo implicaría por lo tanto la formación de estructuras ordenadas.

 

Es decir, es un fenómeno del universo empíricamente comprobado una tendencia intrínseca hacia el orden, siendo las galaxias y la vida una prueba contundente de esto. Es un hecho empírico un impulso creador. La vida parece ser una de estas fuerza que impulsan hacia el orden y el universo visible debe estar permeado de una fuerza de la misma naturaleza, siendo la distinción entre ambas algo probablemente más conceptual que ontológico.


La pregunta que vale la pena plantearse es: ¿cómo va reconociendo el ser humano este orden a su alrededor? Reconocer un orden es tener cognición y dotamos intuitivamente a la materia de esa propiedad cuando reacciona al ambiente, es decir cuando su estructura se reorganiza si las condiciones que la rodean se modifican.

 

La primera experiencia de cognición del ser humano es probablemente el reconocimiento de su madre al nacer.  Su actitud de supervivencia y llanto incoercible cambia a una actitud de serenidad cuando lo colocan en el pecho de su madre. Hay ahí entonces una facultad cognoscitiva de acuerdo con nuestra definición de cognición. ¿Y qué reconoce? Es probable que el ritmo del corazón de su madre impactando todo su pequeño cuerpo en conjunto con la armonía de su voz que se encauzan en provocarle un probable estado emocional de calidez. Su cognición se da entonces como resultado del cambio emocional desencadenado por una combinación particular de ritmo y armonía y probablemente por eso también es tan sensible desde muy pequeño a la música. 

 

Es este estado emocional lo que condicionará progresivamente a sus sentidos a enfocar y atender; a intentar dilucidar de dónde viene ese ritmo y esa armonía que modifican por completo su estado emocional. Tratará por así decirlo, de darle forma a la energía lumínica que viene de su madre hasta que en algún momento logra retratar algo similar a un rostro en su campo visual.

 

La percepción visoespacial por ende es un desarrollo muy posterior en la cognición del niño. Inicialmente percibe el confort materno y el disconfort derivado de sus necesidades corporales (hambre, sueño, dolor). La percepción placer-displacer es de alguna forma innata y el niño irá reconociendo que el displacer se alivia con los rituales y juegos que le hacen sus padres, mediante los cuales recupera su confort, su armonía y bienestar.

 

El discomfort irá de igual forma adquiriendo matices. La manera de llorar, de quejarse, el aspecto de su cuerpo y de su cara irán adquiriendo ciertos tonos, timbres y acentos que sus padres irán reconociendo, creando un lenguaje. Estos matices del displacer y el placer, apriorísticos en la naturaleza, irán progresivamente adueñándose de la voz y el cuerpo del niño para manifestarse cada vez de forma más concreta; hambre, sueño, frío se retratarán cada vez más distintivamente en la actitud del niño. El niño es inicialmente un reflector meramente pasivo de estos patrones universales en que se funda toda existencia consciente, al menos humana.

 

La cantidad de matices que se pueden generar a partir del contraste de dos opuestos (placer-displacer, blanco-negro, sonido-silencio) son tan infinitos como nuestras emociones, nuestros colores y nuestra música y cada individuo los refleja de forma muy particular, dando a cada uno de nosotros una esencia, una personalidad. La esencia es entonces esa forma particular y distintiva en que las emociones se adueñan de la actitud corporal del sujeto, dictando sus movimientos y acciones a través de las cuales reconocemos esas emociones. Los sentidos se encargarán de esculpir de alguna forma esa acción motora para que sea depurada y estilizada. Su función principal es facilitar que la ejecución de la acción motriz esté finamente coordinada con el ambiente que rodea al individuo y vaya haciendo así más nítido el matiz emocional que mueve al sujeto. Entre más profunda la emoción, más los sentidos estarán enfocados en recibir inputs externos mediante los cuales continuará descargando con sus acciones motoras, la fuerza de su emoción. Sus sentidos amplían así su libertad motora, una libertad que no es totalmente libre, porque está totalmente sujeta al servicio de expresar.

 

Podemos reconocer en la mayoría de seres humanos una expresión emocional detrás de su actitud corporal externa. Nuestros músculos no están totalmente al servicio de nuestra volición como quisiéramos pensar, porque en la punta de la jerarquía del control siempre estarán las emociones. 

 

De esta forma, las emociones son intangibles e inmateriales pero se prolongan en lo material y lo organizan. En la naturaleza, toda forma, toda dinámica, toda interacción, todo sonido y todo color es capaz de expresar en mayor o menor medida. El puente que permite cualquier comprensión entre partes de la naturaleza es el reconocimiento mutuo a través de vivencias emocionales compartidas y el espejo emocional más universal es la música: la combinación de ritmo y armonía. Los dos demuestran esta capacidad de organizar la materia especularmente de acuerdo con cierta frecuencia y patrón característico de oscilación; de acuerdo con cierto patrón de vibraciones o impulsos organizados alrededor de un tempo o de una métrica. En el caso del ser humano, la reorganización que provoca lo armónico-melódico predomina en las redes neuronales asociadas a sus sentidos, llevando a una reconfiguración del ambiente que la persona percibe, de las ideas que lo rondan y los recuerdos que evoca. A partir de esta nueva representación del mundo son esperables ciertos cambios en el comportamiento motor volitivo. Lo rítmico puro por otro lado, prescinde la necesidad de representación simbólica para hacer tangible su dominio sobre la voluntad del sujeto; brincándose de alguna forma los sentidos, el ritmo se descarga directamente en la volición muscular. El ritmo y la armonía determinan así la mayoría de los comportamientos volitivos de cualquier individuo, cuya libertad de acción sería a su vez proporcional a su capacidad de percepción de estos.

 

¿Y quién será en nuestro cuerpo el órgano que tiene el potencial de sincronizarse con tan amplio espectro de combinaciones de ritmos y armonías? El mejor candidato es sin duda el corazón. El ritmo cardíaco es tan complejo que pensar que es una especia de tic-tac mecánico es subestimar por completo el alcance de lo que puede comunicar. La amplia variabilidad de ritmos que genera sugiere que, su maleable forma de palpitar es capaz de impregnar el cuerpo de múltiples tinturas emocionales. A partir de ahí, sus redes neuronales organizadas de acuerdo con estos patrones harán enfocar y confluir sus sentidos para que capten del exterior alguna imagen visoespacial o algún sonido que tenga una resonancia energética similar a la que domina su complejo ritmo cardíaco. Es como si los sentidos solo pudieran captar lo que ya estaba profetizado por la energía que se adueñó de su corazón. La capacidad de las emociones para distorsionar el sentido de la realidad es un fenómeno innegable y deducimos entonces que toda la experiencia sensible de la adultez es, en mayor o menor grado, una alucinación controlada.

 

Figura 1. El ritmo cardíaco de un sujeto cuando pasa de un estado de frustración a uno de gratitud. Tomado de The Appreciative Heart: The Psychophysiology of Appreciation

 

Y vemos al sujeto asustado, solo en la noche, con un ritmo cardíaco acelerado, percibir en la oscuridad sombras y espíritus que lo acechan. Y vemos al sujeto enamorado percibir todo color de rosa. Y vemos al niño feliz animar cualquier objeto inerte y dotarlo de tanta emoción como la que ronda su cuerpo.

 

Se deduce así que la hipótesis de una realidad objetiva verdadera es un mito. No existe tal cosa porque la realidad está al servicio de nuestras emociones y nuestro fin último de la existencia no es ser dueños de la verdad, sino aumentar nuestra libertad expresiva; potenciar la facultad creativa inherente a cualquier experiencia emocional.  En los animales y los humanos, la expresión está muy asociada a los patrones motores y a la voz. En la vegetación, la expresión está más asociada a las formas fractales, el brillo y el color. Pero entre ambos siempre puede haber comunicación, porque las formas y colores de la naturaleza y los patrones motores volitivos de los animales son ambos manifestaciones del impulso emocional creativo que es el germen de cualquier cosa que llamamos vida.  Las emociones son entonces morfogénicas.

 

¿Hay alguna evidencia de esto mas allá de la especulación? Uno de los grandes problemas en la biología y la física es entender el problema del plegamiento proteico. Es decir, cómo una secuencia lineal de aminoácidos adquiere una forma y un patrón de movimiento tan característicos que son indispensables para su función. Los trabajos de Markus Buheler en el MIT han ofrecido un primer atisbo de que es posible lograr plegamiento proteico con base en patrones musicales y viceversa. Esto indica que probablemente las enzimas, proteínas que están en la base de lo que consideramos vitalidad, le deben gran parte de su función a la armonía y el ritmo que tienen a su alrededor y estas dos últimas no son más que emociones materializadas.

 

Retomando entonces cómo se da la construcción de la realidad visoespacial, vemos que, en algún momento, el cuerpo del niño deja de ser solo un receptor pasivo de emociones y empieza a ser un agente reflector activo de las mismas. Su felicidad la expresa en bailes, juegos y dibujos, que es así como percibe su realidad: animada. El niño va dilucidando el mundo a través de este juego artístico desencadenado por sus emociones tan profundas.  Esto indica que los juicios sintéticos del niño (en el sentido kantiano), es decir sus facultades mentales que le permiten formarse una imagen (juico) del mundo, son inicialmente estéticos. Un juicio sintético estético sería aquel en que la realidad concebida no puede desligarse del estado emocional del sujeto sin perder profundamente su esencia y sentido. Nadie juzgaría el dibujo de un niño como “falso” pues a estos juicios no les corresponde esa categoría de la razón.  El dibujo sería interpretado por cualquiera solo como: "por aquí pasó la imaginación de un niño feliz".

 

Es claro que la realidad estética o artística se despliega en formas espacio-temporales pero su sentido está más en las emociones de las que quedan impregnadas, que en la contingencia de la forma, la tinta, el color o el tamaño de lo representado. Podemos concluir que el arte es la forma más primitiva de conocer el mundo, en donde lo que es representado es solo el símbolo, contingente y equívoco, de aquello que el sujeto evoca e imagina cuando su ánimo es muy exaltado. Absurdo ha sido entonces pensar que el ser humano aprehende la realidad de su entorno siempre con una actitud científica y que por ende nosotros somos la cúspide de la evolución humana.

  

 Figura 2. Pintura de las cuevas de Lascaux

 

Si observamos una de las figuraciones más antiguamente documentadas, como es el caso de la imagen de las cuevas de Lascaux de la figura 2, vemos un claro ejemplo de un juicio estético. La muerte del bisonte está vinculada a una erección del sujeto que tiene al frente, que además tiene cabeza de pájaro. La cueva y el falo son ambas expresiones de los dos poderes creativos humanos: femenino (al simbolizar la cueva la cavidad uterina) y masculino respectivamente. La fusión de ambos poderes en un mismo contexto asociado a la muerte de un animal tan amenazador sugiere algún poder mágico obtenido de los rituales realizados en esta cueva, mediante los cuales el ser humano desarrollaba la facultad sobrenatural de enfrentarse a este animal y vencerlo. Las aves a su vez simbolizando la adquisición de toda la sabiduría creativa, mágica y artística, mediante el contacto con las especies aladas; con las musas que traen su conocimiento de otros mundos no terrenales. Todo el cuadro narra una experiencia anímica y no tanto un hecho particular histórico. Es una realidad psicológica más que empírica.

 

La ordenación del mundo tal como lo percibimos nosotros implica una merma de la intensidad emocional que es típica del niño que pasa a la adultez. El placer extático que rodea las actividades del niño se pierde y sus juicios estéticos se van atrofiando progresivamente. Lo que surge compensatoriamente son ahora sí los juicios sintéticos apriorísticos del entendimiento que describe Kant: aquellos que nos dibujan la realidad como objetos de bordes bien definidos, distribuidos en un espacio homogéneo que se relacionan a traves de causa y efecto. Los juicios de la razón. Solo esta sarcopenia del ánimo puede permitir la aparición de una realidad que no tiene un tinte emocional marcado y que el adulto rebuscará después arduamente en el arte y el enamoramiento.

 

Lo que es claro es que muchas manifestaciones de los estados emocionales exaltados de la humanidad fueron concebidas por juicios estéticos y no pueden por ende aprehenderse mediante juicios de la razón. De este primer ámbito derivan toda la mitología y la religión.

 

La religión es por antonomasia uno de los ánimos más exaltados que se han descrito (como bien describió esto William James) y la mitología es su reflejo artístico. Para entender este arte se requiere como premisa básica una exaltación del ánimo similar. Su única verdad es si se genera una complicidad entre ese arte y el ánimo exaltado que tengo. Si veo una relación entonces podría decir que es verdadero lo que expresa, en el sentido de que la emoción que transmite es efectivamente experimentable en carne y hueso.

 

Tanta mitología que evoca las mismas imágenes y narrativas sugiere que ese ánimo exaltado que les dio origen es un hecho, de lo contrario el arte se perdería en el tiempo al no tocar los corazones de nadie. La recurrencia de los términos de Dios, amor, cielo, infierno, iluminación, tormento, eternidad y renacimiento sugiere entonces un estado de ánimo particular que llamaremos: ánimo religioso.

 

Y así como lo que el niño dibuja es una forma muy deformada de la realidad sobria percibida con los juicios sintéticos racionales, así también lo que el religioso expresa es una forma muy deformada de esta realidad.

 

El valor de esta experiencia solo puede juzgarse de acuerdo con los resultados que promueve. Si le devuelve al sujeto el ímpetu insaciable de vivir y disfrutar que caracteriza a un niño, entonces no podría decirse que es del todo “prescindible”, más si tomamos en cuenta que actualmente vivimos en una sociedad de deprimidos. Y es justamente esto lo que se describe como uno de los principales frutos de la experiencia mística: una paz, resiliencia y serenidad para la vida incomparables.

 

¿Qué fundamento bioquímico o materialista podría tener esta resiliencia? Si hemos dicho que el ritmo y variabilidad cardíaca es capaz de impregnar todo el cuerpo de una cierta resonancia y que la armonía puede influenciar el plegamiento proteico, entonces la configuración de los receptores proteicos de nuestras aminas asociadas al placer, la felicidad y la analgesia (dopamina, serotonina, opioides) podría influenciarse completamente por este estado emocional del sujeto, modificando su alosterismo. Es sabido que la reacción de un agonista con su receptor no es completamente lineal y un ánimo positivamente exaltado podría aumentar significativamente la sensibilidad del receptor a la concentración usual de estos mediadores. Adquiere el sujeto una autoanestizacion crónica, pues las agitaciones de la vida que lo lleven a cualquier ritual de sanación, aunque desencadene una mínima liberación de estas sustancias, va a tener una respuesta desproporcionada por la altísima sensibilidad del receptor. Llega al punto en que los inviernos del alma, lejos de provocarle frío, los puede percibir con cierta calidez. Logra transformar lo frío en cálido, lo doloroso en placentero, como el experto meditador que puede sumergirse en aguas a temperaturas muy bajas que en otro sujeto llevarían a la hipotermia y la muerte. En estas personas la gracia divina se ha realizado e impregnado por completo en su organismo y se encuentran por así decirlo en su nirvana. Ya encontraron la forma de eliminar el sufrimiento de su vida. Porque solo hay sufrimiento donde los polos opuestos no pueden percibirse como expresión de un mismo fenómeno. Los opuestos son ambivalentes y lograr percibirlos como tal es el fruto más apetitoso del ánimo religioso.

 

Solo es posible mantener este ímpetu de vivir si nuestros juicios sintéticos pueden pasar recurrentemente de los racionales a los estéticos y para esto es indispensable la “embriaguez”. La embriaguez (que poco o nada tienen que ver con el alcoholismo) es cualquier ritual o sustancia que promueva el apaciguamiento de los juicos racionales y el fortalecimiento de los juicios estéticos. En su mayor grado de intensidad se describe la percepción de una “gracia divina”, una presencia portentosa, conocida también como numinosa. Es como si la experiencia de lo numinoso representara la resonancia del corazón con la energía primitiva-creativa del universo que describe Prigogine, y que a posteriori el sujeto racionaliza como si hubiera interactuado con Dios. La fuente originaria del hinduismo, que es una de las religiones más antiguas que se conoce y que ha nutrido a todas las que le han seguido, se basaba en el consumo de una bebida embriagadora conocida como soma. Esto demuestra cómo el origen de la religión está estrechamente asociado a una embriaguez sublime y sagrada. El sentimiento religioso sería entonces la exaltación anímica que le permite al sujeto percibir lo infinito en lo finito mediante la intuición intelectual de la experiencia estética. La intuición del universo a través de un sentimiento amoroso sumamente envolvente y abrumador.

 

Así que nos preguntamos, ¿quién determinó que era la sobriedad el mejor modo de consciencia para lidiar con la vida? ¿Será que realmente es el estado mental que más promueve la supervivencia de la especie? Es claro que su mayor virtud radica en la percepción precisa (en contraposición a la deformada de la embriaguez) del ambiente, lo cual es indispensable cuando se quiere realizar trabajo sobre ella. Cuando se quiere generar alguna utilidad a partir del ambiente. Pero la vida humana no se trata solo de la utilidad sino también del placer, y este último nos seduce mucho más. La sobriedad equivale siempre a la atenuación de las emociones exaltadas que se requieren para el trabajo motriz-operativo y mecánico sobre el ambiente. Es indispensable solo en una sociedad de trabajadores, al precio de reprimir crónicamente la dimesión anímica, contradictoria e irracional, que está en lo más profundo de nuestro ser.

 

Las emociones que surgen en la sobriedad son valiosas por supuesto, pero no encuentran nunca su culminación final y el sujeto puede vivir por ende crónicamente insatisfecho, anhelando rellenar un vacío sin encontrar cómo. Y si este no es el problema usualmente lo asalta otro; su fragilidad ante la adversidad, que lo distingue tajantemente del sujeto religioso, recurrentemente embriagado de energía numinosa.


Lo que realmente logra llenar ese vacío de forma duradera es la consecución efectiva de la pulsión de unión que habita en todos nosotros. La unidad del universo parece ser una de estas intuiciones que toda persona tiene y de la misma emana este imperioso afán por conectar y sentirnos parte de una unidad mayor. Esta pulsión está detrás tanto de la ciencia como del arte y la religión; una corazonada de que existe una armonía entre todas las cosas. Nos mueve conectarnos o percibir conexiones. Esta unidad misteriosa motiva todas las acciones de la humanidad y su experimentación genera la emoción de amor. El arquetipo de Afrodita, la idea más divina, el amor platónico.

 

Viendo los millones de especies que se han extinguido a lo largo de la historia, es difícil seguir manteniendo esa tesis de que la supervivencia competitiva a punta de fuerza es el modus operandi de este amor trascendental, como si la sabia naturaleza hubiera hecho de su obra un Coliseo Romano e improvisara por temporadas sus gladiadores. Lo que intuimos en la naturaleza y nos desborda de placer es su diversidad, sus colores y lo asombroso de sus ecosistemas. Percibimos mucha más cooperación que competencia. Cuando nos sentimos agotados de la cotidianidad no iríamos al bosque si realmente percibiéramos un ambiente hostil de lucha y supervivencia. Sentimos paz, que es un matiz del amor.

 

Este es el principio de la naturaleza y por lo tanto debería ser el nuestro también. La actividad consciente, que es la manifestación mas tangible de la vida, debería orientar su potencial creativo predominantemente en esa dirección: en crear vínculos fraternales de cooperación antes que descubrir verdades infalibles y eternas. Hemos generado muchos nexos humanos y hasta el momento nadie ha proclamado una verdad última y certera.

 

Si percibir amor en la unidad es lo que más mueve al ser humano y como efecto colateral le ha permitido sobrevivir miles de catástrofes ambientales y epidemias, entonces podemos añadir que su arte y su ciencia no solo tienen un valor hedonista sino también un valor biológico, pues propician la perdurabilidad del cuerpo y su sanación en períodos de enfermedad.   Pero su acto creativo per se pocas veces tiene este motivo consciente y en períodos de supervivencia su comportamiento es mucho más instintivo que meditado. El ser humano es artístico justamente cuando puede desviar su atención consciente lejos de la actitud hipervigil y paranoica de tener que sobrevivir. El sueño es por esto mucho más creativo que la vigilia.

 

Esto es lo que olvida la filosofía racionalista de Descartes o el idealismo trascendental de Kant. Ambas presuponen en mayor o menor medida que el conocimiento empírico certero que obtenemos en sobriedad e interpretable mediante categorías o leyes fijas es de alguna forma el más valioso, el único capaz de hacer germinar “verdades”.  Pero hay una gran diferencia entre una certeza empírica reproducible y una certeza emocional representable. Ambas son matices de la esfera de lo verdadero; la primera es primordial para construir herramientas e instrumentos, pero la segunda es indispensable para formar comunidades. Una cohesiona materia y la otra individuos.

 

Surge entonces la pregunta: previo al desarrollo pleno de nuestros juicios racionales, ¿podríamos afirmar que los juicios estéticos que organizaban la experiencia de nuestros antepasados tenían un valor biológico menor? ¿Podríamos afirmar que los juicios que no se basan en la causalidad mecánica han sido inferiores, si permitieron al ser humano hazañas y maravillas incluso mayores a las que vemos en nuestros tiempos modernos?

 

A juzgar por sus mitos, creencias y culturas, los juicios sintéticos de nuestros antepasados son de un carácter mucho más estético como el que describimos para la niñez. Se caracterizan con una percepción más acentuada de los matices de los objetos y como consecuencia descubren afinidades no causales entre hechos, difícilmente capturables con nuestros juicios racionales. Es una especie de “esto me recordó sin saber por qué a aquello y por ende los considero expresiones de una misma energía”. Hay una simpatía original fácilmente perceptible en los fenómenos de la naturaleza, como si detrás de sus formas pudiera asomarse su esencia, ritmo o armonía generatirz. El mundo no es aún totalmente firme y sólido, sino que mantiene cierta oscilación y fluidez lúdica. Ven entonces la realidad poéticamente. Nada es literal y todos los fenómenos están inmersos en una dinámica de significados que los interrelaciona de inmediato, aunque en apariencia meramente espacio-causal se encuentren muy lejanos. De esta forma pueden ver que la luna y el toro están de alguna forma relacionados y después notamos que el útero con sus trompas de Falopio semeja la cabeza de un toro y que los ritmos lunares tienen acople con los ritmos menstruales. En sánscrito toro y lluvia tienen la misma raíz que significa fecundar. En Grecia, Dionisio que es el dios de la fertilidad se le conocía como “el nacido toro” y en Egipto el dios creador Ptah en forma del toro Apis provocaba la inundación del Nilo. Vemos entonces que diferentes culturas han visto en este animal una especie de energía vital fértil que lo relaciona con la lluvia, la luna, el útero y los ríos.

 

Aquí no hay causalidad, solo interrelaciones por afinidad. Es un conocimiento metafórico y los análisis lingüísticos de Owen Barfield confirman que entre más atrás nos devolvemos en el tiempo, mayor la cantidad de producción literaria metafórica. Esto solo indica una preponderancia de los juicios estéticos y no que sean culturas con juicios racionales subdesarrollados y erróneos.  

 

Si efectivamente existe alguna relación más causal y directa entre la luna y el toro no es tan relevante. Es más importante preguntarse: ¿esto le puede dar sentido a la vida de las personas de forma que les permita el entendimiento mutuo y su reconocimiento como parte de una misma comunidad? Porque si para todos el simbolismo es evidente entonces esta forma de concebir la realidad los vincula significativamente y ese placer cálido de la interconexión los motivará a seguir viviendo. Los símbolos se vuelven instrumentos donde fluye amor fraternal y aquí reside su gran valor biológico añadido.

 

¿No es esto lo que uno hace con los amigos? Inventar lenguajes, frases, bromas, apodos, personajes y mitos alrededor de las personas. ¿Hay algo que podamos calificar de verdadero en una reunión de amigos? Es evidente que la pregunta no tiene sentido. Una reunión de amigos solo tiene el propósito del disfrute y la perpetuación de esas acciones compartidas a través de las cuales reconocemos que algo de nosotros mismos está en ellos también. Nuestro mutuo entendimiento sin esfuerzo nos exalta el corazón y sentimos que el amor es una experiencia indudablemente verdadera.

 

Este sentido de pertenencia e interconexión es una actitud mental que puede promover más la supervivencia que la construcción de herramientas, armas y tecnología. De no ser así, solo el ser humano sería el único privilegiado de poblar la Tierra por siempre. Pero como dijimos anteriormente: pelear, luchar, y mantener el cuerpo vivo es algo que toda la naturaleza hace sin que le sea enseñado. Está en la sabiduría del cuerpo perpetuarse, regenerarse y sanarse.  Lo que la consciencia le debería aportar son catalizadores; motivos para vivir. La función principal entonces de la actividad consciente es interconectarnos, al igual que el micelio debajo de la tierra.  

 

La consciencia es así la actividad cuya principal función biológica es formar las raíces invisibles de los humanos. Que se ancle a múltiples fuentes energéticas de forma que su crecimiento sea el más óptimo y florido. Las raíces de los humanos son un fenómeno invisible pero indiscutible. El ser humano echa raíces y por ellas vive.

 

Y esta función, así como es sabia en las raíces y el micelio de la tierra, es también sabia en nosotros si le dejamos cumplir su propósito. La naturaleza nos generará raíces allí donde sabe que seremos nutridos; esta es la confianza que se debe tener en la vida. Deberíamos ser capaces de delegarle más decisiones y planes a ella que a nosotros. La consciencia entonces no fue hecha para defendernos de la naturaleza, sino más bien como medio para que pueda ella actuar en nuestra voluntad. No podemos entonces percibir la naturaleza o nuestro ambiente como un medio siempre hostil, como un campo de batalla darwiniano rodeado de seres con los genes egoístas de Dawkins. Esa actitud de supervivencia no permite que nuestras raíces proliferen ni que nuestra creatividad germine, de forma que nuestra consciencia no se expande y queda restringida alrededor de nuestros nervios. El único resultado que tenemos es una propiocepción marcada. Un aumento en la percepción consciente de la propia tensión muscular, que es al fin y al cabo una mayor representación del peso del cuerpo, de ese yo individual y aislado. La pérdida de la embriaguez, lividez y libertad expresiva-creativa de la consciencia, que ahora solo tiene de materia prima este propio yo muscular, redirecciona así su actividad a la construcción de representaciones monoidéticas alrededor de la desolación, al ser la propiocepción contraria a la interconexión. Entra el individuo progresivamente en modo supervivencia, enfocado solo en sus deseos y apetitos. Este viraje del espíritu, mediante el cual se fortalece la percepción del ego por debilitamiento de nuestras raíces, trae además implícito la concepción y creencia firme en una vida que se opone a mi para degradarme hasta la muerte. Esta visión se contrapone por completo a la esencia mística-religiosa, que es la experiencia de una vida que más bien coopera conmigo para mi realización plena, creativa y amorosa, donde la muerte es solo estación y no destino.

 

A esta atrofia de la función estética de la consciencia solo le queda como consuelo orientarse al carácter físico; en ver cómo los fenómenos empíricos están conectados lógicamente. Crear telarañas entre los hechos.  Estas telarañas están en nuestros libros de física y química, pero las raíces entre humanos están registradas en las artes, los mitos, la mística y las religiones. No podemos entonces descuidar estas esferas y sacarlas del radar de lo que es merecedor investigar, promover y enseñar. Porque con este redireccionamiento de la actividad consciente hemos llegado a construir bombas atómicas y robots artificiales capaces de unir millones de datos, pero que nunca podrán amar a nadie. Estamos en riesgo de quedar atrapados en nuestra propia telaraña.

 

Es por ende una emergencia para la humanidad recuperar los rituales de comunión que se ajusten a la época, reintroduciendo poco a poco las sustancias enteógenas que puedan revivir nuestra sociedad de zombis trabajadores a una de poetas y amantes de la vida. Veremos así nuestra vida sobria, individual y razonable, transformarse progresivamente en una vida más comunal, apasionada y artística, donde la plenitud de sus miembros se logra sin ser sometidos a un yugo moral y a una inhibición agresiva de sus pulsiones eróticas que hacen de su Dios una carga y no una compañía. Porque el pecado no es más que un estado anímico de indiferencia y negligencia ante lo divino y solo mediante la re-percepción de la energía numinosa nos podremos reinstaurar de lleno en el juego creativo y artístico de la vida. Mermando la carga de nuestra pesada propiocepción y eclipsando de esta forma nuestro ego, el amor nos irá mostrando paulatinamente su verdadero rostro.  

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